La dedicatoria del libro Un novelista en el Museo del Prado de Mújica Lainez es para el propio museo, «al que adeudo muchas horas de felicidad», dice. Ya ven. A Don Manuel le traía al pairo el fútbol, por ejemplo. Prefería tirarse media tarde pateando las salas de una pinacoteca que elevarse al limbo de la nadería con los jugadores de su selección, la albiceleste suponemos, mientras imaginaba una competición de obras maestras en la que se imponía el atlético tándem Adán/Eva, Eva/Adán en uniforme de campaña. Los museos proporcionan recreo gozoso a espíritus sensibles. Pero los titulares de espíritus más recios también tenemos derecho a pasar un rato agradable rodeados de cuadros y japoneses. Es posible que este verano un museo de arte se cruce en tu vida. Puede que incluso te topes con alguno de los grandes: los Uffizi, la National Gallery, el Louvre, el Prado… casi todos ofrecen la oportunidad de entrar gratis o casi gratis el tiempo suficiente como para no aburrirte. Pero si encima eres previsor, puedes leer, documentarte sobre las colecciones permanentes y trazarte una hoja de ruta. En internet o en la biblioteca encontrarás biografías, guías, material didáctico, novelas, historietas… que te pondrán en antecedentes para que le extraigas todo el jugo a la visita. Resulta capital no obsesionarse, marcar unos objetivos modestos y disfrutar de los cuadros y la compañía sin extenuarse. El recorrido por ocho obras maestras que recomienda uno de los documentos adjuntos puede estar bien. Y si además quieres vivir una experiencia insólita, prueba a entrar en un museo el día y la hora en la que se dispute una final o una semifinal o cualquiera de estos patrióticos eventos deportivos con tanto tirón… Palabra que es algo que nunca olvidarás…
Se esmera en declamar el bufón: –¡Juan Carreño de Miranda, de Avilés, en el Principado de Asturias de Oviedo! ¡Pintor de Cámara de nuestro Señor Carlos II! ¡Funcionario Ayuda de la Furriera, o sea el que, para abrirle las puertas, precede con las llaves a Su Majestad! Como en el caso de Sir Thomas Lawrence, sólo un enviado representa al arte de Carreño. Al inglés le bastó confiar esa responsabilidad a John Vane, décimo Conde de Westmoreland; sobróle a Carreño otorgársela al Excelentísimo Señor Don Gregorio de Silva Mendoza y Sandoval, Duque de Pastrana y de Estremera, Príncipe de Mélito y de Éboli, Conde de Saldaña, Caballero del Toisón y de Santiago. Avanza hasta el promedio de la rotonda. Las espuelas acompasan su andar majestuoso, junto con los golpes de la punta de la espada, con el vibrar del látigo y con el repiqueteo de las herraduras del blanco corcel de largas crines, que trenzaron con cintas celestes, y que dos criados conducen. El Duque es la sublimación del señorito de familias próceres y de situación inmejorable. Se le derrama sobre los hombros la lacia cabellera, y por supuesto, bajo las tinieblas ahuecadas de la capa, hunde los dedos en el costado y el cinto, sobre la cazoleta de la empuñadura. Arduo fuera imaginar más empaque y gallardía, más desenfadada y estética seguridad. Los del pueblo lo contemplan embobados, y hacen llover el catálogo de las interjecciones y exclamaciones, encima de su impavidez altanera, a la par que vuelve a los árbitros las espaldas y, seguido por su caballo y por sus espoliques, se va, como si bajo sus pies fuesen desplegando una alfombra de heráldicas coronas y figuras. –¡Anda, anda! ¡ rediez! ¡cáscaras! ¡bravo’ ¡olé! ¡diantre! ¡caracoles! ¡válgame Dios!– porfían los gritos, y habría que añadir a la lista bastantes más etcéteras que los acumulados por el Comendador Romero.