carlitos y la divulgación científica

Portada de «¿De dónde vengo?«. Textos: Cristina Pascual/ Dibujos: Aitor Eraña

Estimada profesora:

Me llamo Carlos —Carlitos, si a usted no le incomoda la familiaridad—. Tengo cinco años y medio. Quizá le extrañe el talante de este mensaje. Y no menos la forma de expresarme. Los adultos se pasan tanto tiempo acechando que se nos va gran parte de la energía en disimulos… Ya sabe… Los clásicos artificios y artimañas que mueven a la ternura: discursos erráticos, inconsistencia aritmética, caligrafía de lengua afuera, monigotes esperpénticos… Y qué me dice de esa genialidad que siempre triunfa… le hablo del puntito de saliva brillante y viscosa que ponemos en la comisura de los labios, y que las abuelas borran con el clínex a modo del escalpelo, como cirujanas, llevándose por delante la sonrisa achocolatada y lo que haga falta. Eso por no hablar de la fingida devoción por las pompitas de jabón… ¡Odio las pompitas de jabón!
Pero dejemos eso para otra carta, si le parece, y pasemos al motivo que justifica la presente. Cada noche, mamá se pone el pijama de tacto suave para nuestro secreto encuentro cotidiano; es un momento perfecto, mágico, justo antes de caer el telón, cuando la fatiga se vuelve complaciente y me regala la sensación de un sueño dulce y reparador. Me encanta soñar. Se nota, ¿verdad? El lunes pasado, mamá me trajo un libro que yo no conocía. Se sentó ceremoniosa al borde de la cama y me mostró la portada… “¿De dónde vengo?”. “Puffff, un libro de divulgación científica, a mí, que me apasiona la ficción”, pensé mientras le regalaba una sonrisa angelical. Como hace siempre antes de contarme una nueva historia, me puso en antecedentes mientras me ayudaba a incorporarme un poquito, para que pudiera ver mejor las ilustraciones. “Carlitos, ¿te has preguntado alguna vez de dónde vienen los niños?” “¡Vaya pregunta!”, pensé de nuevo, “¿Qué niño de cinco años y medio no está interesado en ese controvertido asunto?… ¡Pero nunca salimos de los titubeos y las vaguedades!”. Negué con un ligero movimiento de cabeza. Entonces mamá se recolocó el cabello (¡qué bonito es el pelo de mamá!), carraspeó y comenzó a leer. Durante cinco noches seguidas repetimos el mismo ritual: “Mamá… cuéntame otra vez la historia de Enzo (y) Irene” (Como entenderá, no me permito usar correctamente las conjunciones para no levantar sospechas). Entonces ella volvía sobre el texto, intercalando anécdotas nuestras, de ella y de papá, de lo bien que se lo pasaron fabricándome, del momento del alumbramiento, de lo frágil que parecía, de todo el amor que fueron capaces de acumular en la recámara de sus corazones, de lo maravilloso que es tener una familia… Me fascinaron su expresión, el gesto de complicidad cuando papá asomó por la puerta, los bonitos ojos vidriosos y azules posados sobre mí… Y alguna que otra lagrimita furtiva que se precipitó del mentón a la sábana. He de confesarle profesora Pascual que, aunque creo haber entendido los detalles anatómicos, se me escapa el fundamento de algunos procesos, así que tengo la esperanza de que publique un segundo volumen ampliatorio para interesados. Pero le aseguro que mamá, papá y yo hemos disfrutado el momento de la lectura. Tampoco he perdido la oportunidad de difundir el contenido de su libro entre mis condiscípulos, vivamente interesados por el tema, si bien son escasísimas las oportunidades en las que la maestra nos permite entregarnos sin reservas a nuestras divagaciones, por unos instantes liberados de la pesada responsabilidad que supone seguir al pie de la letra el guion inventado por los pícaros e ingeniosos hijos del profesor Piaget

Reciba mi más cordial felicitación por el libro.

Carlitos.

ojos cuadrados

«Los gustos van cambiando. Ahora os decantáis por todo eso de los videojuegos, las consolas, las pantallitas… ¡El día de mañana vais a tener los ojos cuadrados!».

(Entrevista con el dibujante Francisco Ibáñez para «El Restallu de Luces». Mayo de 2009).

Hoy, asomado a la ventanita de la buhardilla, he esperado pacientemente a que uno de esos objetos celestes dibujados en el tebeo del universo emita una señal inequívoca. Bien pudiera valer el pulso luminoso de un cuásar distante o el modesto titilar de una delta acuárida turulata. Cualquier guiño sideral que anuncie el definitivo advenimiento de Don Francisco Ibáñez al Olimpo B, ése en el que unos cuantos diosecillos calvos ocupan escaño con derecho a botijo en el elíseo de los creadores de historietas. El trocito de cielo que se ve desde la buhardilla de la abuela no es más grande que la superficie de una ensaimada. Pero con tan solo unos pocos cientos de estrellas a la vista conseguí dibujar varios monigotes juntando puntitos de luz: Rompetechos a la fuga, un tipo con pinta de bruto, mazo en ristre, que se las da de cazador, un Sacarino sobre la chepa del Abominable Hombre de las Nieves, Otilio zampando un bocadillo de cangrejos vivitos y coleando, la ingeniosa trampa diseñada por el Doctor Bacterio para atrapar las sombras de los cacos… Es fácil dibujar en semejante lienzo cuando uno ha crecido sin prejuicios políticamente correctos entre tantos tebeos maravillosos, desgastando hasta el límite los márgenes de páginas que todavía envuelven miguitas fosilizadas de pan con chocolate. Recuperé de la memoria viñetas de Ibáñez que creía olvidadas, componiendo con ellas una especie de sucesión fílmica en la que los personajes saltan, se transforman, explotan, vacilan, gritan, tropiezan, se zurran la badana… La Vía Láctea es ahora la Rue del Percebe, pero de entre tantos millones de vecindades, vaya usted a saber dónde está el número 13. La Luna prefiere ocultarse, fingir que no está para nadie. Sin embargo, se apropia descaradamente la autoría de este luto cósmico con una “C” enigmática, trazada escrupulosamente sobre la próxima edición de un nuevo y desternillante plenilunio. El aire retoza, se mueve en torbellino arrastrando pajarillos con boina, simulando huidas, volutas, combustiones incompletas de trastos imposibles. Todo se acelera cuando la alborada mediterránea inunda de color los disfraces de Mortadelo, o rellena los generosos volúmenes de Ofelia enamorada, que lo mismo redacta un memorándum que te hace tragar un paragüero. Con la llegada del crepúsculo, los sueños de los niños se estancan en un remanso de agua fresca que al poco se precipita por el cauce del nuevo día. Hoy desperté con un tebeo entre las manos. El maestro no perdió la oportunidad de llevarse un lápiz, así que de la fugaz visita a mi lejana infancia me traje un ejemplar firmado por el gran Ibáñez: Lo que el viento se dejó. No será el último: conservo toda la colección y espero que a Don Francisco y a mí nos queden por delante muchas, pero que muchas horas de hilarantes noches en vela.

no lo intentes

Retrato de Bukowski, obra de Drew Friedman.

La pregunta es: ¿Tiene alguna justificación divulgar los textos de Bukowski? Si no nos da la gana responder directamente, podríamos alimentar el debate con dos aportaciones más: ¿Es necesario adaptar El Lazarillo para escolares? ¿Es correcto llamar literatura a lo que escriben ciertos presentadores de televisión? Ninguna de las tres cuestiones admite un «» o un «no» rotundo. O quizá sí lo admitan. Pero aquí los dogmas sobran. Así que nos reservamos la opinión que nos merecen las dos últimas cuestiones para centrarnos en la primera.
Bukowski ya no está de moda. La literatura del exabrupto no vende como antes. Ha perdido a parte de su parroquia. Tal vez por eso sea el momento de rescatarle, si es que es lícito conjugar este verbo con semejante personaje. Nos da en la nariz que Charles Bukowski (1920-1994), escritor estadounidense de origen germano, no sería el viajero ideal para, digamos, compartir asiento en un abarrotado Alvia Gijón-Madrid. Las adicciones de las que hizo sobrada publicidad fueron su imagen de marca, y con ellas se ganó las voluntades de los que vieron reflejada en su discurso la propia desesperación vital; el aedo de nariz roja que se atrevía a escupir sobre el auditorio se convirtió en el adalid de los que no osaban imitarlo, aunque les sobrasen las ganas. Y los motivos. Consolidada una excelente mala fama, su patente de corso fue el alcohol diluido en otro poquito de alcohol. De esta forma, el ciudadano Bukowski se libró de tener que alinearse con una ideología mayoritaria, ya fuera de carácter conservador o formalmente izquierdosa. Desde la marginalidad y el escarnio autoinfligido, alcanzó la estabilidad a los cincuenta años, merced a una pertinaz vocación literaria, de la que da buena prueba una producción en extremo prolífica. A lo largo de su vida publicó más de medio centenar de títulos, sin contar el material inédito. Con los Escritos de un viejo indecente (1973) se desató la popularidad. Y con ella vinieron las entrevistas, las opiniones procaces, los espectáculos escandalosos. También los guiones de cine, los recitales de esa poesía tan suya. Y los libros. Libros y más libros autobiográficos que le fueron aproximando al imaginario progre de su país adoptivo, y cuyos ecos en forma de sentencias o frases sueltas ―algunas perfectamente apócrifas― siguen salpicando por doquier las grafiteras paredes de internet. Los delicados gourmets de la contracultura degustaron con fino paladar lo que dieron en llamar Realismo sucio, mientras que los puristas sabotearon los intentos de elevarle a los altares, entre otras cosas por declarar que Shakespeare estaba sobrevalorado. Pues ni tanto y tan calvo. Y sí, leer a Bukowski es un ejercicio sano por lo mismo que la botulina tiene un mirífico efecto cosmético. Sobre todo, los cuentos. No así la poesía, que a muchos nos suena a hueca después de pagar el inevitable peaje de la traducción: Un simple perro/ caminando solo sobre una acera caliente/ en pleno verano/ parece tener más poder que diez mil dioses juntos/ ¿por qué? (De “El amor es un perro del infierno: Poemas 1974-1977”).

Aunque la filosofía de Bukowski/Chinaski tiene tanto fundamento como los textos impresos en las etiquetas de un güisqui barato, hay algo de atractivo en esos relatos cargados de amargo resentimiento, historias donde no se salva ni el amor, ni la amistad, ni los principios, ni las convicciones ni nada de nada. En este capítulo, se percibe ese desarraigo destructor con el que el escritor intenta abrumar a los lectores (se nota bien a las claras que le encantaba que le leyeran, que le admiraran, que le odiaran, que le hicieran preguntas, que le tomaran por lo que no era) con palabras malsonantes y sórdidas reflexiones que sin duda redactaba mientras estaba razonablemente sobrio, porque la ebriedad no es compatible con ninguna preocupación estética por el estilo. Y escandalizar al personal era lo que más le gustaba. Su influencia no ha sido desdeñable. De hecho, en las últimas décadas un nutrido grupo de escritores en español han transitado por sendas similares (Ray Loriga ha confesado la influencia sobre su propia obra) con resultados desiguales. La impronta ha llegado incluso al mundo del cómic y la ilustración: Matthias Schultheiss publicó su brutal versión visual del universo bukowskiano (Ordinaria locura, 1988) y Robert Crumb, que no oculta su admiración por el autor, iluminó tres de sus cuentos ligeros, recogidos en Tráeme tu amor (2011).
En 1985, el Bukowski de las entrevistas era un escritor consagrado que se reía de todo y de todos: “Ahora solo me siento, tomo vino y hablo de mí mismo porque ustedes hacen las preguntas, no porque yo quiera dar las respuestas… ¿Ok?”. Falleció en 1994, haciendo lo que quería, sin apuros para beber del mejor licor. Y sin haber entendido una palabra de Albert Camus. Sus restos reposan en Palos Verdes, California. La gente acude allí y se hace fotos junto a la sencilla lápida, en la que podemos leer una única sentencia: “No lo intentes”.
Como podría haber afirmado el mismísimo Bukowski, estas palabras son lo más profundo que escribió. O al menos, lo más profundo que fue capaz de escribir.
Feliz Año Nuevo.

la lotería

Ilustración de Miles Hyman. «La lotería». Nórdica, 2018.

Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada… Desde tiempo inmemorial, la sucesión de sorteos marca el paso de los años en la pequeña comunidad de trescientos habitantes. Llegada la fecha, los niños se reúnen bien de mañana para poner todo a punto. Son los primeros en congregarse. Y los más entusiastas. Los adultos en cambio se dejan llevar de mala gana porque la celebración perturba la rutina cotidiana; bien es cierto que el ritual se ha simplificado con el tiempo, y desde que la urna se abre hasta que se conoce el resultado apenas pasa un par de horas. Shirley Jackson (1916-1965) escribió “La lotería” cuando todavía se oían los ecos de las dos bombas atómicas que rubricaron el final de la segunda guerra mundial. La vida de la escritora se ajustaba a unos cánones que a ella le venían estrechos, pero en los que encajaba con la complacencia de quien acepta el ineludible destino de esposa y madre. El cuento se publicó en el New Yorker poco antes de que el senador McCarthy desencadenara un fabuloso proceso contra la libertad de conciencia. La misma opinión pública que se preparaba para delatar el desafecto patriótico y linchar a sus conciudadanos, se escandalizó, y de qué manera, por aquel relato tan poco convencional: la historia de un pueblito rural norteamericano apegado a las tradiciones de sus mayores, que asiste a los oficios del domingo, celebra en familia el Día de Acción de Gracias, y cada 27 de junio se somete de una manera un tanto perezosa a los designios de una lotería cruel, aunque no más que la fría disposición de todos los concurrentes a participar activamente de la macabra ceremonia. Jackson estaba casada con un crítico literario muy influyente que no era ajeno al talento de su mujer, pero que en ningún momento propició la redención de la autora a través de su obra, una notable producción reconocible por sus rasgos de terror gótico y estilo incalificable. La escritora nos invita a ver “lo cotidiano” desde otra perspectiva, desvelando las claves del horror que convive entre nosotros, agazapado, formando parte de las sutiles relaciones sociales, revelándose en el momento oportuno sin que haya un declarado tránsito hacia el mal, ese que espera su oportunidad escondido en las profundas simas del alma humana. Desde su prisión doméstica, la agorafóbica Shirley se asoma a la ventana, observando a través de sus gafas de ojo de gato el tenue reflejo de una mujer atrapada por el tabaco, las anfetaminas y el alcohol. Ante sus ojos, el señor Summers planta en la plaza la urna negra con los boletos de la suerte. Todos estamos invitados a la rifa. Sentada en su taburete, Shirley extrae el suyo con una mano, mientras en la otra sostiene un buen vaso de bourbon. La papeleta contiene un punto negro. Shirley Jackson falleció a los 48 años mientras dormía, quizá apabullada por el miedo más recio, el miedo a vivir, aunque con muchas historias por llevar al papel. Murió un día antes del tercer cumpleaños de su nieto Miles. En 2016 el ya consagrado artista Miles Hyman publicó una adaptación del relato de su abuela, “una reestructuración gráfica de su delicada arquitectura y una meticulosa traducción visual del cuento en un lenguaje totalmente nuevo”. En el día de la lotería, te invitamos a que tú también pruebes suerte. Te puede tocar.

federico

Los miembros de «La Barraca», en ruta. Dibujo de Ilu Ros

Federico García Lorca (1898-1936) nació en el siglo XIX, pero su marca biográfica y literaria ha quedado impresa a hierro candente en el primer tercio del siglo XX. Desgraciadamente, la función de su vida se canceló abruptamente y antes de tiempo. La lista de las insignes figuras de la cultura hispana que de una u otra forma confluyeron en el impetuoso torrente lorquiano es extensa: Manuel de Falla, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Valle Inclán, Ramón Menéndez Pidal, Margarita Xirgu, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda… por citar algunos. De todos ellos hubo un poco en este granadino apasionado. Ochenta y seis años después de su muerte, seguimos honrando la memoria del poeta, aunque nos consta que son bastantes aquellos que lo reivindican sin haberlo leído siquiera, pero así son las cosas. Abundan los títulos, ensayos y artículos que analizan su contribución a la cultura y al idioma. De entre todos destacamos el libro recientemente publicado por la ilustradora Ilu Ros, quizá porque nos aproxima al autor de forma rigurosa, pero con un lirismo sutil que desvela la faceta más íntima del hombre, del amante, del creador, de niño chico que siempre fue. Ilu Ros “filma” con los pinceles un reportaje primorosamente ilustrado con un estilo muy personal, que en tres actos con su interludio nos lleva desde lo que fue la celebrada infancia, recobrada a través de los testimonios de cuántos le conocieron, hasta la brevísima madurez, que apenas tuvo oportunidad de ofrecernos una ínfima porción del caudal que el buen Federico prometía. Pasajes de sus obras, fragmentos de cartas, referencias de los amigos, recuerdos de familia… Una ordenada relación documental que nos invita a profundizar un poco más en su vida y en su obra (si es que acaso es posible separar la una de la otra). Dos eran las oportunidades que se nos presentaban de satisfacer tal pretensión. Y decidimos explorar ambas: por un lado, revisar la poesía y la producción dramática de Lorca con los ojos y la mente de un lector del siglo XXI. Por otro charlar con Ilu Ros, joven autora de este Federico, la biografía literaria y sentimental de la que venimos hablando y que tan buena impresión nos ha causado. Empezaremos por ésta última… Así que allá vamos, a ver qué tal nos sale.