roma

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Si las piedras hablaran… En Roma no extraña tal prodigio: las piedras acompañan al caminante, le guían por largos y vías mientras cuentan historias milenarias que se hunden bajo los negros adoquines, en el subsuelo de esta ciudad viva, sucia y bulliciosa. Por aquí caminaron escritores ilustres antes de que las mansas manadas de turistas cercaran y engulleran las fontanas de Piazza Navona o pulieran con el trasero los ciento treinta y cinco peldaños de la Trinitá, sin dejarse uno. Como si se burlasen de nuestra condición mortal, columnas y muros proyectan la misma sombra desde hace siglos, jugando al gato y al ratón con la luz del sol, a la que Roma oculta los ruinosos patios interiores y la zozobra perenne de una marca registrada que se ofrece al mejor postor. Porque en la ciudad eterna casi todo está en venta: desde los souvenirs tóxicos que vienen de la China hasta la estampa imperial del Coliseum, que calza la horma de una marca de zapatods. Sin embargo, las historias son gratis: la de la loba Luperca que amamantó al rey de Roma, la del pintor que se dejó la piel en las paredes del Vaticano, la del mármol de Carrara y la conquista de la Dacia, la de Androcles y el león agradecido, la de los escandalosos amores de Calígula y Agripina, la de los sueños imperiales del bufón megalómano…  Los puntos cardinales del navegante que surca el Mare Nostrum simulan en Roma los cuatro extremos de la cruz que señala los lugares santos, donde creyentes y no creyentes se postran y ruegan, cada uno por lo suyo. La Roma santa también abruma con su imaginería, desperdigada en el grandilocuente decorado dedicado a aquel que se decía hijo de un dios, y que dos milenios más tarde es venerado como si tal fuera en fabulosos templos que huelen a incienso y cera quemada. No vamos a dar referencias de las que abundan en guías y manuales, y que por lo mismo son tan accesibles para el lector como para el que esto suscribe; quien no haya oído nada de las aclamadas novelas de Posteguillo o de las ucronías de Robert Silverberg es que ve poco la tele, cosa que por otro lado tiene sus compensaciones como, por ejemplo, estar leyendo ahora este artículo sobre la indiscutible magia literaria de esta urbe, a la que por muchas razones le dicen eterna

obstat sexus

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A estas alturas, nadie niega que la Santa escritora fuera extraordinariamente inteligente. No en vano era descendiente de judíos —judíos conversos, eso sí— y en su casa nunca faltaron libros a los que la futura reformadora se aficionó desde pequeñita, ávida como estaba de ejemplos e historias que colmaran su incipiente interés por la aventura, aunque fuera a través del misticismo al que más tarde ella pondría brillantes letra y música. No vamos a entrar en los detalles de su vocación religiosa, ni en la supuesta epilepsia extática que llenaba de gozo sus arrebatos místicos, aunque animamos a los curiosos a que indaguen adónde fueron a parar las incontables reliquias, fruto del concienzudo descuartizamiento post mortem. Nosotros nos quedamos bien a gusto en la dimensión literaria por lo que tuvo de novedoso en la España del siglo XVI. Teresa escribe y escribe, y no solo para las hermanas del convento. La suya es una vocación literaria que sus confesores, algunos de ellos rematadamente idiotas, alientan a modo de terapia con la esperanza de atemperar así la infatigable efervescencia de aquella incordiante mujer. Pero ella busca también la aprobación de los que considera de superior talla intelectual, entre los que está San Juan de la Cruz. Sin embargo, fue entre los suyos donde halló mayor oposición de palabra y obra: censurada al detalle, siempre en el punto de mira de la Inquisición y juzgada con pravedad por una jerarquía que tenía en muy poco a la mujer, sus obras vieron la luz tras su muerte gracias al empeño de unos pocos. Todavía a principios del siglo XX, el Papa de Roma le negaba la dignidad de «Doctora de la Iglesia» aludiendo a su condición de mujer (obstat sexus, el sexo lo impide). Hoy en día, la lectura de Teresa de Cepeda puede rozar el esnobismo; de hecho, se cuentan con los dedos de su incorrupta mano aquellos que saben de alguna obra suya o han leído siquiera uno de sus poemillas. Pero resulta obligado conocerla y aun tenerla en buena estima por su innegable contribución al castellano así como por su indomable espíritu femenino, determinado y enérgico.

Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir.

Libro de la vida, 1565

Entonces veo venir, sin misterio de aparición, chocando el hábito duro contra los bojes recortados, una vieja monja que se pone a mi lado. Sigo caminando y ella va conmigo. Un poco gruesa, nada ascética, sonríe con risa de boca grande, de sanos dientes; la mejilla es llena y las facciones vigorosas.
-A ver si me dejas, me dice, que yo te haga ver la Castilla mía, para que la comprendas. Mira que es vino fuerte que necesita potencias firmes y que tú vienes de América y tus sentidos son gruesos para una tierra de aire sutil. Conozco a tus gentes y quedó sangre de los míos sembrada por el valle de Chile.
Me mira con sus ojos grandes, y la conozco por su naturalidad y por el tono con que escribía unas bravas cartas a Felipe II.
Sois «la andariega», le digo; los españoles te llaman todavía «la fundadora» y los pedantes «la loca del amor a Cristo».
-Sí, dice, fundaba; levanté por aquí conventos, ya ni sé cuantos. Te puedo guiar sin ir preguntando, hasta la frontera del Portugal. Ahora hacen mapas para andariegos. Yo medí mi Castilla caminando; llevo el mapa vivo bajo mis pies, hija. No me cansé de fundar. Tú, mujer de Chile, sin fundar, te has cansado.
-Es cierto, madre.
-¿Sabes por qué? Porque has querido fundar condescendiendo con los hombres, sujetando tu impulso, así se construye sin alegría y la obra, que sale muerta, ni la aprovecha ni Dios ni el Diablo. Yo, fundaba, hija, según el croquis divino que se me pintaba en el pecho. Y no buscaba gustar a nadie. No era para ésos mi fiesta y ¡qué habla de gustarles! ¡Te acuerdas que salí a los cuatro años, fugada con mi hermanito, en busca de herejes que nos descabezaran! Nos hicieron volver, y casi paró la hazaña en azotes; pero estaba la vida para el desquite. ¡Y en grande me desquité, tú lo sabes!

Grabiela Mistral (1889-1957)

los cromos de Gulliver

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Hace tiempo que Gulliver no aparecía por estas páginas… Traemos de vuelta al incansable viajero entre las páginas de un álbum de cromos de principios de los setenta. La editorial Novaro también editó en formato similar La Isla del Tesoro, Robinson Crusoe o El Rey Arturo. La azarosa, caprichosa estampa de color, oculta en un sobrecito lacrado o entre los pliegues de la plateada cubierta de una chocolatina: no se nos ocurre mejor manera de familiarizar al lector con los personajes, ni de hacer la golosina tan apetitosa de cuerpo y alma. El coleccionista de estos cromos conocía la historia a través de un álbum abundantemente ilustrado, pero que negaba su condición de libro hasta que todas las esquivas viñetas ocupaban su lugar. Las pequeñas superficies numeradas ofrecían tal clamor de vaciedad que la ausencia de un solo cromo frustraba el empeño sostenido durante meses, años incluso. El que presentamos aquí está felizmente completo y correctamente resuelto. Ahora toca leerlo y recorrer con la mirada tanto la historia de Gulliver como la de aquel que con tanto ahínco reunió los dispersos fragmentos del sueño de Swift.

carabel

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Amaro Carabel no es malo. En su pulso con la vida se ha llevado más de un revolcón. Ahora se encuentra solo, sin trabajo, sin amores… De su alma fatigada y exprimida Amaro es incapaz de extraer ni una sola gotita más de generosa indulgencia para con el prójimo. Empujado por las circunstancias, Carabel abraza sin éxito los viles preceptos de los canallas que haciendo ostentación de egoismo y mezquindad triunfan en todos los ámbitos de la vida. El estilo burlesco de Fernández Flórez impulsa una historia, a ratos esperpéntica, a ratos melodramática, que no resulta extraña por excesiva o exagerada. Al fin y al cabo, son muchos los paladines inmaculados que de continuo se sacuden a palmetadas sus prejuicios morales, y sin conflictos éticos en el horizonte de su ambición, toman el relevo en los órganos ejecutivos de corporaciones, bancos, instituciones o naciones enteras. La reflexión fernándezfloreciana (si puede llamarse así) vuelve la vista hacia los que no pueden cambiar, los que no se adaptan a los rigores curriculares de la escuela de la vida, y se ven abocados, por torpeza e incompetencia, a ser buenos, lo que en este contexto equivale a dóciles y conformistas. Carabel no es un hombre virtuoso incompatible con la villanía, ni tampoco el antihéroe que se revela contra la injusticia limpiando los caminos o removiendo la conciencia de sus paisanos; es un tonto incapaz de hacerse valer en un mundo de sinvergüenzas, un adaptado a la fuerza al que no le ha quedado más remedio que ejercer de probo ciudadano de los que nunca levantan la voz ni se saltan el turno en la frutería. Un tipo, quizá, como usted o como yo…

caravaggio vs. velázquez

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Volvemos a los tebeos. En nuestra modesta colección figuran algunos títulos que expresan a las mil maravillas el vínculo entre la pintura y el noveno arte, bien sea por una indisimulada admiración, bien por la infinita inspiración que ofrecen creadores universales como Picasso, Dalí, Chagall, Goya, Michelangelo… Hoy nos ocupamos de dos obras excepcionales que todo buen aficionado ha de leer y disfrutar: Caravaggio. El pincel y la espada, y Las Meninas. El primero de ellos es obra del gran Milo Manara: se trata de un retrato biográfico de Michelangelo Merisi ambientado en la Roma de finales del siglo XVI. El Caravaggio más camorrista y pendenciero entrena sus pinceles en talleres de baja estofa, confundido entre malandrines, canallas, pordioseros y señoras estupendas de vida disipada. En el cómic, la amistad con una de estas mujeres fatales propiciará el duelo en el que el gran pintor siega la vida de su oponente, aunque el verdadero origen del sangriento lance que le obligaría a huir de la ciudad parece haber sido un inocente juego de pelota. Los escenarios grandilocuentes de Manara nos trasladan mágicamente a este universo turbio, a la vez que despiertan la curiosidad de todo buen aficionado al arte. Las Meninas de Santiago García y Javier Olivares es otra cosa. Reflexivo, inteligente y novedosamente estructurado, recorre la vida del Diego Velázquez, aposentador de Palacio, buscando la esencia última del arte más sublime, finalmente materializado en la obra cumbre de la pintura española: Las Meninas. El dibujo tosco y crudo, los trazos gruesos y muy calculados regalan la vista y complacen al lector hasta el punto de obligarle a exprimir todo el jugo de la ilustración antes de pasar página. Un retrato de mérito sustentado en un guión por escenas que revela una sólida documentación.