después del fuego

Cuando un monte se quema, algo suyo se quema. Este lema tiene medio siglo y se hizo muy popular gracias a una campaña de comunicación para prevenir los incendios forestales. Era la época del desarrollismoel entorno rural se despoblaba paulativamente y los espacios naturales empezaban a ser codiciados por promotores y magnates industriales. En definitiva, una dilatada historia de desafectos entre el hombre y la naturaleza que llega hasta nuestros días. Para entender un poco mejor qué nos está pasando llamamos a nuestro amigo Ignacio Abella, escritor, naturalista e incansable divulgador medioambiental, que días atrás publicaba en prensa un interesantísimo artículo titulado Después del fuego. En su intervención, Ignacio desvelo el mal que aqueja a los montes que se queman: la extinción de los vínculos económicos y sentimentales con la comunidad agrícola y ganadera, secular benefactora del paisaje, que ha dejado en manos de la administración la gestión de este inmenso patrimonio, un legado añejo que los desatinos políticos están dilapidando. La riqueza natural se vende a granel como «paraíso natural», una suerte de publicidad pintoresca y banal que disimula el desgobierno y la improvisación. Ignacio nos revela que hace unas pocas décadas no se contemplaban las quemas controladas porque en el monte no sobraba nada; hasta los invasivos tojos eran recolectados para cebar al ganado o alimentar los hornos del pan, en algunos casos siguiendo viejos protocolos que garantizaban un reparto y beneficio equitativos. Abella sostiene que el papel que el bosque jugaba dentro de una economía agrícola de subsistencia es, para bien y para mal, una estampa del pasado, pero la riqueza está ahí, en ocasiones oculta por intereses corporativos o, simplemente, por pura ignorancia. ¿Quién dice que no es posible sacar un excelente rendimiento a la producción maderera autóctona sin empobrecer el terreno o facilitar combustible a futuros incendios? ¿Quién sentiría la seducción de una región quemada y yerta, que ofrece al turista nostálgicas imágenes de antaño en sus «centros de interpretación»? ¿Alguien cree posible contener los procesos de desertificación que desencadena el suelo deforestado y desnudo? Hace cincuenta años el conejo Fidel nos animaba a ser responsables con lo que es nuestro, pero subrayaba además que quemar el monte “podía perjudicar nuestros intereses”. Sin duda el perjuicio ya está causado. Ahora cumple enmendar los errores y corregir sus efectos, porque nuestro destino está indisolublemente unido al de nuestros bosques: ellos nos necesitan en la misma medida en la que nosotros los necesitamos a ellos.

la balada del norte

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La injusticia es el motor de la historia. La miseria el combustible. Y explota en las bocaminas, donde unos hombres rudos abren la brecha que les lleva al infierno. Allí adentro, una esfera incandescente concentra un calor de millones de años: el sofocante aliento del abismo. Bajo tierra solo los muertos. Y los mineros. Mientras los primeros disuelven su alma, los otros le arrancan la suya al viejo suelo carbonífero, dejando impresa en el mineral la negra sombra de su destino. Los guajes se afanan por hacer méritos de hombre, pero cuando la galería queda en penumbra se buscan a tientas, temerosos, confundiendo el cielo oscuro con el macizo, eterna noche de piedra. En la superficie aguardan las mujeres. Crían a los hijos y administran los pocos cuartos que entran en casa. Ellas saben bien que por la caña suben y bajan pensamientos sombríos, penurias y miedo. No hay pasión humana que el pozo no devore. Este es el escenario pre-revolucionario que nos dibuja (y nunca mejor dicho) nuestro amigo Alfonso Zapico. La balada del norte es un novela gráfica con tintes literarios, muy bien desarrollada, donde se conjuga maestría y habilidad en el manejo del lápiz con un excelente guión, bien documentado. Los diálogos son ágiles, sin excesos ni melindres, de ritmo constante. El resultado es un cómic que se lee de un tirón, emocionante y conmovedor, en el que también hay momentos para el desahogo y la risa. Encontramos memorables fragmentos en los que el dibujo sostiene por sí solo todo el peso dramático de la narración, nudos en los que el relato describe una nueva trayectoria. El personalísimo trazo de Zapico recrea para el lector el oprimente espacio de una galería, donde será testigo de lances que le invitarán a tomar partido. Todos los personajes, principales y secundarios, están sutilmente caracterizados y sus reacciones contribuyen a componer un cuadro social perfectamente verosímil, que encuentra su contrapunto en el romance imposible entre Tristán e Isolina. Pero La Balada del norte es, ante todo, un pedacito de nuestra historia que se destaca con ribetes épicos, una aproximación sentimental de las circunstancias que precedieron a la huelga general revolucionaria asturiana del año 34. Esa implicación (que el autor no oculta ni disimula) produce sus frutos: el contenido trasciende la anécdota y el costumbrismo y, como ocurre con las obras literarias de mérito, decanta con sencillez los diferentes matices de las pasiones humanas. El levantamiento de las cuencas mineras es una excusa para denunciar la injusticia, auspiciada por la fuerza y el poder económico que dan cobertura a una perversa degradación moral. El relato no concluye ahí. Zapico prepara un segundo tomo no exento de riesgos: la recreación del levantamiento armado que, además, todos sabemos como terminó. Las expectativas están por todo lo alto. Y a buen seguro que Alfonso no nos va a defraudar.