la historia de la historia

Acostumbrados a certezas absolutas y verdades irrefutables, la Historia que aprendemos en la escuela se nos presenta como una sucesión de sólidos argumentos que liberan, ignoran, premian, reconocen o condenan con categórico entusiasmo, sin reparar en la conciencia generalmente poco curtida del joven estudiante. Los acontecimientos ─y los no menos temibles paréntesis─ que se presentan linealmente en los libros de texto liberan al lector de cualquier intención crítica y le eximen de buscar otras fuentes que ofrezcan perspectivas alternativas: generalmente, aquel que ha estudiado la evolución de la especie se da por satisfecho con el tópico de que nuestro abuelo Cromañón se impuso al Neardhental porque era más alto, más fuerte y más listo, una afirmación que puede no ser correcta o, al menos, posee tanto fundamento como otras tesis diametralmente opuestas. Pero no hace falta remontarse miles de años atrás para apreciar cuán sutil y refinada resulta la apreciación ética de los sucesos pretéritos, que en muchos casos contribuye a justificar nuestro precario presente. Y así, los conflictos siempre enfrentan a dos bandos, uno bueno y otro malo; la historia la protagonizan los poderosos: generales, caudillos y monarcas, generalmente varones, que se suceden unos a otros ante la atónita mirada del pueblo llano, convidado de piedra; el tiempo consolida las iniciativas justas y democráticas y castiga los malos gobiernos; los nuestros descubren y civilizan… el enemigo ocupa y practica el genocidio; lo que conscientemente es ignorado u olvidado es porque nunca ha sucedido; el fin justifica los medios si la razón está de tu parte… Estos son algunos de los pilares que sostienen nuestra interpretación del pasado y que, irremediablemente, lastran la percepción crítica de la actualidad. Para colmo de cuitas, el jaleo de las comunidades autónomas alienta el mercadeo con la Historia, y los textos escolares, injustificadamente caros, manifiestamente inútiles y clamorosamente mediocres, regalan cuantas gestas y batallas, honores y hazañas hagan falta para agradar a los gestores de turno, contribuyendo al guirigay general y al efectivo extravío del pasado. Como nos gusta proponer alternativas pedagógicamente dudosas y académicamente inaceptables, recomendamos leer historia, desde Plutarco (del que escribiremos en su momento) hasta Carlo Ginzburg (idem). Y hasta recomendamos un cómic, un pedazo de historia de España en diez tomos que se puede hojear, comentar y hasta discutir.

hemingway sospechoso

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Se ha izado la segunda bandera norteamericana en Cuba. La primera ondea desde hace más de un siglo en Guantánamo. Poco antes de descerrajarse un tiro, Hemingway estrechaba la mano de Castro en un concurso de pesca que ganó el joven barbudo (todos los dictadores son excepcionales pescadores). En aquel momento, el vecino del norte les acechaba y ambos lo sabían. El escritor era un alcohólico izquierdoso y eminente, reverenciado en medio mundo. Fidel empezaba a coquetear con la Unión Soviética a las mismísimas puertas del imperio. Hoy la URSS ya no existe, pero el nonagenario autócrata sigue ahí, enarbolando ahora la bandera que tanto denigró. A Hemingway le frieron los sesos con electroshocks: tenía la convicción de que el FBI seguía sus pasos, y puede ser que esa intuición no fuera pura paranoia. El escritor Leonardo Padura recrea en su novela Adiós Hemingway una curiosa trama policial en la que una sombra de sospecha se cierne sobre el premio Nobel: un corrimiento de tierra descubre un cadáver en la mismísima finca Vigía, residencia de Hemingway en la isla. Todo apunta a que se trata de un agente norteamericano que reseñaba devaneos y fiestas etílicas al gusto de su patrón McCarthy, otro borracho insigne y con cara de malo. La tan inmaculada como inmerecida memoria del escritor está en juego: ¿luchador por las libertades u homicida sin escrúpulos? ¿cazador aguerrido o cobarde pistolero? Sirviéndose de personajes históricos, Padura nos acerca a la figura de Hemingway, desvelando la bravuconería del hombre y la atormentada existencia del creador, sujeto siempre a los vaivenes de un alma empapada en alcohol. Pero también es la historia de un blúmer negro, vaporoso, que un día ocultó los encantos de la mujer más bella del mundo.

el dioscórides

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Este libro es un ejemplo excepcional de la transmisión de conocimientos a través de los siglos: Dioscórides, médico griego del siglo I, escribió un importante tratado de botánica farmacéutica y se le puede considerar el padre de la farmacología. Esta obra fue traducida al árabe en el siglo X, en tiempos de Abderramán III; más tarde, la Escuela de Traductores de Toledo vertió al latín estos conocimientos, siendo la primera edición española la de Antonio de Nebrija, en 1518. Corre el año 1555, y el editor Juan Latio publica en Amberes la traducción en castellano que nos ocupa, realizada por el doctor Andrés Laguna, médico del papa Julio III, quien, en sus viajes a Roma, pudo consultar diversos códices, así como un libro impreso en Venecia por Matthioli. La obra continuó editándose hasta mediados del XVIII y en el siglo pasado se realizó una edición facsímil. Laguna añadió para esta edición dibujos diseñados por él mismo, que fueron grabados en tacos de madera a la fibra. Son en total más de seiscientas imágenes de plantas y animales. Se indican los nombres en varias lenguas, entre las cuales hay, según él mismo dice, «algunas extranjeras pero españolizadas». Se desconoce quién pudo ser el grabador, pero probablemente, al tratarse de una edición belga, sea algún artista flamenco de la época. Varios autores opinan, sin embargo, que pudiera tratarse de grabadores italianos, por su parecido con la edición de Matthioli, y que Laguna se llevó los tacos a Amberes, trayéndolos luego a España para publicar nuevas ediciones. Este ejemplar, de gran calidad técnica, se imprimió en vitela y se iluminó para regalárselo a Felipe II, por estas fechas todavía príncipe

de compras

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¿Cómo prefieren cargarse al cerdito? Normalmente yo lo envuelvo en una camiseta de algodón para amortiguar y después le atizo un golpe seco con un rodillo repostero. Si eres diestro y preciso, tras la operación podrás pegar los fragmentos y reutilizar el bicho de barro un año más. Pero lo más emocionante es el recuento: un vuelto de allí, un regalo de allá, un extra inesperado de acullá… Y al final te encuentras con el montante total del tesoro, laboriosamente recopilado durante meses. La primera parada es en la librería de viejo. Busco una edición de La zapatera prodigiosa, La muerte de Ivan Ilich o lo que salga de Scott Fitzgerald. Me topo por casualidad con El desertor de Lajos Zilahy y El tiempo amarillo de Fernán-Gómez. Para la bolsa. El librero, un tipo huraño que mira de reojo desde las alturas de su escalera de mano, me ofrece por una miseria El diario íntimo de Unamuno y de regalo un libro de un tal Boris Izaguirre: tomo el primero con beatífica expresión y con la mano libre señalo el camino que debe seguir el segundo, que al instante reposa dentro de un contenedor de papel reciclable con la complicidad de cliente y negociante. Siguiente parada: la pequeña y oscura librería del Antiguo, de pasillos luengos y angostos, que bien se dirían hundidos en la entraña de la tierra sino fuera por ese olor a incienso y unos ventiladores blancos que remueven el aire cargado de taninos. Allí localizo No logo, Nieve de Pamuk, La casa del mirador ciego, Los anillos de la memoria, una edición facsímil de El hombre que se parecía a Orestes de Cunqueiro, y un libro que me habían recomendado en la peluquería: Las batallas en el desierto. Humm. Qué más. Qué más. La palabra más hermosa, por ejemplo. Y Plegarias atendidas, de Capote. Y La fórmula preferida del profesor, un par de títulos de James Ellroy, una biografía de Copérnico, Las pequeñas virtudes, Poemas escocidos de Huero Caín, Canciones de amor a quemarropa (me agrada el título) y Nostalgia de Cartarescu. A punto de marchar, incorporo El epicureismo del maestro Lledó, Grandes ideas de la Ciencia de Asimov y una bonita edición de El valle del terror. Y ya puestos, Distintas formas de mirar el agua, Leyendas y romances de ciego, cuatro libros de autores japoneses que no recuerdo y una integral en tres volúmenes del profesor Elíade. Cuando vuelvo el calcetín sobre el mostrador la muchacha palidece. Contar la calderilla le va a llevar su tiempo. Se nota que es de la ESO. Aprovecho para echar un vistazo entre las liquidaciones y rescato Pequeños cuentos misóginos y No te bebas el agua… Woody Allen cotiza a la baja. Otra vez a contar. Al final faltan seis céntimos, pero la dependienta me los perdona con tal de verme desaparecer. La bolsa pesa una barbaridad y me imagino cuán cómodo sería portar todas estas páginas en un moderno libro electrónico. Ante mí, una tienda de artefactos electrónicos a mitad de precio y una heladería. Me pido uno de fresas con pasas que está de muerte.

el derecho a la pereza

Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: «Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido». Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad. Allá por el año 1880, a Paul Lafargue no le parecía mal que el mismísimo dios de los cristianos se tomara unas abundantes vacaciones (que duran hasta nuestros días) después de una dura semanita de incesantes idas y venidas que culminaron con la Creación toda. En El derecho a la pereza, obra nacida a la sombra de la teoría económica del suegrazo Carlos Marx, Lafargue justifica la legítima aspiración de trabajar lo justo para poder disfrutar de las cosas que la vida te ofrece y que no son, necesariamente, patrimonio exclusivo de orondos burgueses de cuello blanco. Cierta mañana de 1911, Paul y su esposa Laura se suicidaron inyectándose una solución de ácido cianhídrico; dejaron para la posteridad dos bonitos cadáveres azules y una nota autógrafa que olía a almendras amargas: Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida antes de que la impecable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas físicas e intelectuales. Hoy mismo Javier Krahe tendrá la oportunidad de aclarar con la pareja los términos exactos de su voluntaria exclusión; el libro de Lafargue se vendía conjuntamente con Las diez de últimas, el disco postrero del cantautor madrileño. Nos consta que se ha ido sin escribir la última palabra, la última rima, el corolario de un periodo en la historia de España que siempre recordaremos unida a los versos del no tan ingenuo Cuervo-Krahe: Tú decir que si te votan, tú sacarnos de la OTAN…