La vida de Ernest Hemingway abunda en lo excesivo, lo crudo, lo novelesco, lo inaudito, lo grotesco, lo imposible… El escritor de Illinois alimentó como nadie su propia leyenda, nutriendo, modificando e inventando con laboriosas mentiras el espectro de su luz decadente. Fue alcohólico desde antes de que se diera por enterado. Dueño de un corpachón fiero y robusto, ensalzó como nadie las virtudes de la amistad, pero utilizó a las mujeres, se enemistó con la mayoría de sus camaradas y buscó afinidades imposibles con personajes dudosos que engordaron su ego y alentaron su amargo resentimiento contra el mundo. Hemingway es, en sí mismo, un universo aparte, el blanco de tantas miradas apasionadas que resulta imposible ofrecer un perfil objetivo de su vida y obra. Lo cierto es que cuando se le concedió el premio Nobel (un año después a que lo recibiera Winston Churchill) su carrera declinaba, se deslizaba fatalmente por una cascada de vino y ginebra que habría de aplastarle en la batiente violenta y espumosa. Sin embargo acababa de escribir El viejo y el mar, posiblemente su obra más popular y una de las más intemporales, de las que permanecen por más tiempo en la imaginación de los lectores jóvenes. Se trata de una fábula aplicable al declive de un autor, identificado con un viejo pescador frustrado que tiene la oportunidad de realizar una gran hazaña que le devolverá la gloria de tiempos pasados; pero para ello ha de arrebatarle algo al mar, porfiando con los seres que lo habitan, con el destino y hasta consigo mismo…
Es un gran pez y tengo que convencerlo —pensó—. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más nobles y más hábiles. (De la traducción de Lino Novás Calvo).