primero de noviembre

Hay cementerios por los que uno camina como si de repente fuera a coincidir con un viejo amigo, con un antiguo compañero del cole o con el pariente lejano al que hace décadas que no ve. Montparnasse es uno de estos camposantos donde el paseo te depara encuentros insospechados. Si uno va con tiempo, es mejor abandonar la guía en el hotel y dejarse conducir por el flujo magnético que recorre el interminable laberinto de tumbas; si el destino está de tu parte, te toparás como por casualidad con la última morada de Ionesco, Baudelaire, Beckett, Duras o César Vallejo, eso sin olvidar al insufrible Sartre o al ausente Carlos Fuentes. A nosotros lo que realmente nos llevó hasta Montparnasse el primero de noviembre fue el rastro nostálgico de otro insigne de las letras hispanoamericanas. Desde la tumba de Julio Cortázar, orientada al norte, solo se ve una interminable sucesión de túmulos, y resulta difícil, allí donde está, rendirle tributo sin tropezarse con los mármoles vecinos que como balsas a la deriva, se reparten el escaso suelo disponible. La blanca superficie luce descuidada, marcada por la huella de flores marchitas que se dejaron su frescura abrazadas a la fría coraza de piedra. Las notitas de admiradores, improvisadas en los reversos de los paquetes de tabaco o en billetes de metro, se disponen alrededor del cartelito que llama en francés y en español a contener el exceso de los visitantes, los mismos que armados con peligrosos rotuladores indelebles son siempre tan proclives a la profanación. El nombre del escritor aparece flanqueado por el de dos enigmáticas damas, que comparten con él el protagonismo de esta estación fúnebre. A Don Julio le horrorizaba la idea de la incineración, y por eso entre Aurora, su primera esposa, y él mismo se cruzaron promesas de no permitir que las llamas les redujeran a polvo y cenizas. La vida terminó distanciando a los amantes, aunque parece ser que el cariño y el aprecio mutuo nunca se extinguieron. El Cortázar de la última etapa estuvo vinculado a la escritora de origen norteamericano Carol Dunlop, que falleció tempranamente en París. Ella fue la primera moradora de la tumba. Dos años después Cortázar ocupó la plaza que le correspondía junto a ella, colmando todo el espacio disponible. En apariencia, sus disposiciones se cumplieron. Pero ¿qué pasó con Aurora? En su caso ya no era posible conciliar las dos aspiraciones y finalmente cuando falleció en 2014, resultó obligado decantarse por reducir su cuerpo a cenizas para hacer posible su otro gran anhelo: yacer definitivamente junto al que fue el amor de su vida. Y es así como treinta y tres años después de su desaparición, Don Julio, presente en el aire que respiramos, nos regala una historia que los anónimos peregrinos que lo visitamos en este primero de noviembre acariciamos como terciopelo, a los pies de la tumba que empieza a destacarse como mole blanca y liviana en el cortante crepúsculo parisino.